por Eduardo Duhalde
Cuando en enero de 2002 me hice cargo de la Presidencia de la Nación sabía que por delante tenía la desafiante tarea de resolver la crisis terminal que se vivía en el país, pero interiormente también tenía la firme convicción de que para que el trabajo quedara concluido era necesario implementar un cambio estructural.
De esta manera, anuncié por cadena oficial una reforma política. Al formalizar el lanzamiento lo presenté como el instrumento para fundar la “nueva República”. Los cambios se harían de dos formas: en lo inmediato al reducir en un 25% la Cámara de Diputados, bajando el gasto de la política y los costos de financiación de las campañas. Pero al mismo tiempo propuse una profunda reforma constitucional, para discutir en ese ámbito la posibilidad de ir del actual sistema presidencialista hacia uno parlamentario, y al mismo tiempo, para que en adelante se hagan elecciones cada cuatro años, en vez de cada dos, tal como se hace ahora. El primer objetivo logramos concretarlo en parte, pero para el resto debía implementarse una reforma de la Constitución Nacional, la que hasta ahora nunca llegó a realizarse.
La realidad es que pasaron 16 años y seguimos manteniendo la elección de medio tiempo, la que nos obliga: a los políticos en particular y a la gente en general, a mantenernos en un estado eleccionario eterno.
Considero que tal vez esta dilación se deba en parte a la renuencia, por no decir el rechazo visceral, de los políticos a pactar, a acordar, a consensuar.
Por suerte, en algunas provincias como es el caso de Córdoba o Entre Ríos, las autoridades locales se eligen en un solo acto electoral. Seguramente por esto, en una entrevista José Manuel de la Sota reconoció en 2017 su convencimiento: “habría que cambiar la Constitución para votar cada cuatro años y no a cada rato; no solo porque es costoso, sino porque hay que dejar gobernar durante un tiempo y después pedir cuentas en la próxima elección”.
Para que no parezca que nos miramos siempre nuestro ombligo, podemos buscar ejemplos en el extranjero. Y no tenemos más que cruzar el Río de la Plata, así veremos como en el Uruguay se renuevan todas las autoridades una sola vez cada cinco años.
En realidad, y no quiero ser reiterativo, este pequeño pacto que propongo puede ser un gran paso para el futuro de la Argentina.
Es que no resulta nada razonable votar cada dos años. Una elección de medio término hace que cada año empecemos una campaña, olvidándonos casi por completo que son las mismas personas que hacen campaña las que están gobernando.
Ahora sólo me resta saber si contaré con el acompañamiento de mis colegas o la sociedad en su conjunto deberá esperar otros 16 años interrogándose: “¿Todavía seguimos votando cada dos años?”.
(*): ex Presidente de la Nación. Especial para LA CAPITAL.